miércoles, 29 de septiembre de 2010

La muerte como necesidad

Si fríamente pienso en la muerte, no le temo. En definitiva todos los problemas ahí mismo, en ese instante, se acaban.
Sin embargo temo por aquellos que quedan en el mundo de los vivos. Pero no temo por todos, solo por el dolor de aquella persona a quién profundamente se quiere. Porque es el pensar en su dolor lo que duele, lo que genera el temor a morir.

Pienso en las acciones de los hombres. Pienso en las acciones propias de cada uno y pienso que si mis acciones son condenables que me condenen pero el imaginar que el amor mío sufra por mis acciones me paraliza, me lástima y me atemoriza. Recuerdo un episodio en el cual torturan y asesinan a un joven porque no encontraron a su padre que era a quién, en definitiva, los dinosaurios buscaban. El padre es condenado, pero es su hijo el castigado. Lo que me remonta a la historia bíblica en dónde el padre pretende sacrificar a su propio hijo por pedido de Dios y es este quién lo frena a último momento. Sin embargo el padre lo hubiese hecho. El hijo llevaba consigo la posibilidad de ser asesinado por su padre. El máximo padre de todos, Dios, ha decidido ofrecer la vida de su hijo, Jesús. ¿Por qué no ha ofrecido su propia vida? Acaso ¿puede pensarse que el mismísimo Dios le teme a la muerte? En ese caso el temor aparece como su debilidad. ¿Por qué, entonces, Jesús cargó con las debilidades de Dios padre? El padre entrega a su hijo como ofrenda, como obsequio, como algo suyo que le pertenece. El hijo allí no enfrenta, no decide, no elige. El hijo asume las debilidades de su padre porque su padre así lo dispone porque el Ser por excelencia, porque es la ley, porque en definitiva es el poder.

Pensar en no dañar a su amor, no querer lastimarla es la forma de aceptar la no exposición ante el otro. Esa exposición que lleva a uno a definir sobre la vida o la muerte propia o ajena. ¿Pero quién es ese otro? Ese otro es quién puede darle muerte, es quién lo ofrece en sacrificio. Ese otro es su padre.
Se estructura el pensamiento de modo tal que pensando en no querer lastimar a su amor, en no querer dañar a su mujer es necesario mantenerse vivo. Pero mantenerse en ese estado significa estarse quieto, tranquilo, aceptando las decisiones de su padre. Esas decisiones que son también, por otra parte, sus no decisiones y por lo tanto sus debilidades. El temor a la muerte, por parte del hijo, se hace efectivo y se torna camuflado en esa idea de no querer lastimar al amor del hijo, a esa mujer amada.

El hijo vive porque su padre así lo desea y en ese sentido está viviendo para que su padre se exprese, para que ese padre se realice como ser. Ese hijo se auto-engaña, porque su temor a morir lo expresa en la cualidad de no querer dañar a quién no es el padre. A su amada. Pero en realidad no es que tema morir, sino que teme enfrentar a su padre cuyo resultado es incierto.

La muerte del hijo puede ser fantaseada por el mismo hijo. La imagen del dolor del otro se enfrenta con aquella otra en la cual el cuerpo del hijo yace en el medio de una ronda festiva que baila alegremente ante su muerte. ¿Qué significa aquello?

Es como la imagen de Matisse (La ronda), pero uno de los cinco que bailan está en el centro fallecido y los demás mantienen ese aire libre y festivo. Ese cadáver es el hijo que los ve bailar y los ve ser felices a costa de su muerte. ¿Por qué ha de morir para que sean felices? ¿Acaso su existencia es responsable de sus tristezas? Claro que no. Pero la felicidad es el reinado del triunfo paterno el cual implica el dominio jerárquico por eso que la imagen de cierta libertad no puede durar. El sometimiento sigue vigente, no hay paridad sino que se reitera la figura jerárquica y temida. La figura que da muerte. El Leviatán. El hijo muerto retornará como el hijo que no fue y por lo tanto el padre se convierte en asesino y en un no padre. En un imposible de ser un Ser para el otro Ser. Es el hombre contra el hombre. Es la relación de explotación entre los seres de una misma especie, es la separación del ser de su especie, es la enajenación del ser genérico. Es la potencialidad destructiva del hombre.

Sin embargo y paradójicamente en ese baile de cinco está, en potencia, el encuentro con lo humano. Con los cuerpos y la expresión artística, cultural. Está el encuentro con lo universal humano y con lo particular individual, cada uno es al lado del otro. Porque se es en sí mismo lo cual solo es posible al ser diferente de quién se tiene al lado. Porque el hijo puede matar a su padre y ubicarse, no en su reemplazo para ofrecer nuevo castigo, sino en la posibilidad de elegir no ser quién reciba el castigo. No ser el sacrificado. Porque dejando de ser ese hijo que asume las debilidades de su padre solo puede generarse un vínculo efectivamente humano entre los que integran esa ronda. La muerte aparece como la salida a ese círculo. Es la posibilidad de tomarse de las manos de forma humana y no mistificada. Es permitirle a ese padre encontrarse con sus propias debilidades y volverse (o recordar) que el también es hijo.

Matar a su padre es encontrar la posibilidad de ser propiamente un ser dinámico. A su vez hijo pero hermano y también padre y ser amante y amado. Un ser que integra la ronda humanamente y no de forma jerarquizada.

domingo, 12 de septiembre de 2010

Sobre la autoridad en la Escuela

La situación en el aula pone en juego la acción coordinada, la complicación de los procedimientos supeditados los unos a los otros, desplazando en todas partes a la acción independiente de los individuos por el intercambio y el vínculo con los otros. Al decir acción coordinada digo organización. Ahora bien, ¿es posible una organización sin autoridad?

A mi entender la respuesta es negativa. No es posible organizarse sin que surja una autoridad. La misma se constituye a través de quien sugiere la solución a un problema planteado, también ante quien se hace responsable por la decisión y el camino tomado. Entonces la pregunta que se desprende es ¿quién debe encarnar esa autoridad?

Antes de responder esa pregunta considero pertinente aclarar que por autoridad, en el sentido en que se utiliza la palabra, quiere decir: imposición de la voluntad de uno sobre otro (puede ser en plural); autoridad supone, por lo tanto, subordinación.

Si uno se detiene a examinar las formas actuales de los vínculos en las escuelas se encuentra que predomina a simple vista la fragmentación dentro del grupo, la diferenciación y la individuación. Ante esto resurgen las expresiones, por parte de los adultos, acerca de la necesidad de intervenir para recuperar el vínculo entre los integrantes del grupo. Si es posible reconstituir el vínculo esto se debe fundamentalmente, a que se reconoce que uno no es sin el otro. Esto se evidencia en que se mantiene la acción combinada de los individuos, en este caso los estudiantes, debido a que “estamos tejidos a partir de los sentidos y significados de los otros (…) en ese sentido la idea de que yo puedo determinar el significado de mi propia vida es ilusoria”.1

La solución está al interior de la escuela y me parece que es loable buscar erigir a los propios protagonistas de ese espacio en sujetos. Sujetos que no pueden conformarse como tales sin la presencia del otro y sin el encuentro y la diferenciación con este último.

Sin embargo en la escuela, esta es mi consideración, el alumno no posee las suficientes garantías para conformarse como sujeto debido a que aparece como un espectador ante el mundo institucional que lo devora. Los programas curriculares, las sanciones, las normas de convivencia, los horarios, el curso o la división se imponen sobre los estudiantes. Se expresa así una concepción del poder basado en un supuesto saber. En síntesis la escuela se presenta como una institución que al día de hoy, con las nuevas tecnologías por un lado y con las escasas expectativas por el otro, solo aparece ante el adolescente como una carga.

Considerando que los alumnos no se constituyen como sujetos porque aparecen en un rol pasivo frente a la institución creo que la respuesta está, en parte, acá. Son los propios alumnos quienes deben involucrarse en su actividad creadora. Deben ser ellos mismos quienes puedan lograr un rol de autoridad frente a sus compañeros al haberse instituido en organismos que los representen. Deben buscarse los medios para que los alumnos puedan pensar el colegio en conjunto con los otros actores.

El adulto, docente / directivo, debe colaborar en la construcción de los espacios. Debe pensar al alumno no como individuo tendiente a “zafar” como si esa fuera su esencia. Sino empezar a ver un sujeto que en el debate de las prácticas de su vida, se constituye. Son los propios alumnos quienes sostienen cotidianamente el espacio áulico. El docente, a mi entender, debe buscar organizar las expresiones que surgen entre ellos, colaborar en encontrar formas de que puedan comunicarse lo que los conforma como individuos dentro de su grupo.

Creo que el docente (incluyendo a los equipos de dirección) debe repensar su rol. Dejando el lugar de un saber sin fisuras, para transformarse en un orientador y en un organizador de los posibles medios que los alumnos pueden presentar para la conformación de ese saber que, en ese momento en particular, se está trabajando.

La autoconciencia (conciencia de si mismo y de los otros) del alumno deviene solo si es posible que él se apropie de su actividad realizada y si su goce, en el descubrimiento, no se vuelve una desventura.

En definitiva, son los propios alumnos quienes conocen más a fondo sus problemas como grupo. Son los propios alumnos quienes identifican quién está siendo agredido constantemente, quién no hace la tarea de determinada materia. Son ellos quiénes pueden manifestar el problema porque lo conocen, lo viven, lo padecen. Debería ser parte de su tarea, entonces, resolverlo.
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1 Eagleton, T. “El sentido de la vida”, ed. Paidós, ed. 2008, cap. El eclipse del sentido, pág. 164